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Ayer Sangre


Tengo las manos manchadas de sangre y dolor,
de injusticia rutinaria, de mirada indiferente casi cómplice.
Mastico la culpa en un rumiante quejar rabioso, histérico y triste.
No disculpo ni la pereza ni la mentira del “todo cambiará”
 basada en la ilusión hipócrita evocada desde el cómodo
sillón de la sala, frente a una mesa y a un ordenador.

Apaciguo los ánimos con una bebida caliente.
Tengo los pies fríos y la cabeza vacía.
El corazón grita desesperado
y las manos convulsionan sobre el teclado.

Pero todo es nada. No hay revolución, no hay lucha, no hay esfuerzo;
sólo queda una esperanza vana basada en las buenas intenciones
de un alma arrepentida. ¿Podría ser este el comienzo?

Ayer sangre y mañana también,
el intermedio es evidente: el aplastamiento, la burla,
la reconstrucción fingida en un holograma plastificado,
impreso a todo color a costa del principio de energía.
La dependencia alimentada con créditos, sonrisas y acuerdos.
La desigualdad se reproduce con afán de más,
 como una excusa para prolongar
una explotación disfrazada de empatía.

Alguien me llama desde algún lugar del cielo y me pone una corona.
La tierra me detiene en un abrazo, 
estira mis pies hacia abajo, me arrastra,
pero la luz es más poderosa, me atrae con más fuerza hacia ella
y me deja ver desde arriba la verdura de los suelos.

No lo entiendo, la conexión se disipa.

Mi alrededor es blanco.
Mi cuerpo quedó anclado al sillón.
Mi espíritu se rebela, no quiere regresar.

No deseo esta corona, pero que bien se siente.



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