Desde mi ventana los árboles me hablan. Algunos calvos, otros repeinados, caducos o frondosos, desnudos o vestidos, solos o acompañados... Todos con nidos, con vida entre sus ramas, o con habitantes imperceptibles al ojo humano. Todos son hogares... Bailan con la brisa, con el viento, abrazan la tierra y se bañan con la lluvia. Los árboles me hablan desde mi ventana. Veo una paloma en lo alto de un pino, se acicala, se acomoda y descansa. Mientras el sol acaricia sus alas, sus plumas brillan y ella me mira. El árbol se ha movido bajo sus patas, los metros la alejan del suelo y ella sigue en calma.
Me gusta el calorcito del té, esa sensación de acogimiento, de vientre materno, que es el mío, de donde vengo. Me gusta coger la taza y calentar mis manos, mientras, respiro el vapor y el aroma blanco, ese que me hace cerrar los ojos y transportarme al campo. Me gusta el silencio interior de ese momento, ese, ese, cuando la lengua degusta y calla... Calla, porque siente, vive y sueña.